• Sendero

    oleo sobre carton
    42×53 cm

  • Esquina empedrada

    óleo sobre cartón
    50×40 cm

  • Niños y arcoiris

    óleo sobre cartón
    54×46 cm

  • Calle con Farol

    Oleo sobre cartón
    50×40 cm

Bio

Rafael Cabella (1932- 1992) fue un montevideano atípico, vinculado familiarmente a otros artistas, que encontró su destino en la pintura sin haber recorrido estudios formales. Estaba rodeado de vínculos cercanos para la creación sin ser todavía un creador. Estudió y se recibió de perito agrónomo en 1956 en la Escuela Agraria de Paysandú y viajó a España y Francia con sus padres y su hermana para encontrarse con un hermano en Vigo. Ya entonces lo atrajeron los museos y en El Prado madrileño lo sedujeron Goya, Velázquez y El Greco. Al volver, se casó con la hija del pintor Guiscardo Améndola.

Los traumas de la infancia (su madre murió cuando tenía 4 años, un padre autoritario) comenzaron a dibujarse en el horizonte emocional de Rafael Cabella. El matrimonio se disolvió (aunque los cónyuges quedaron amigos) y fue quizá otro factor desencadenante de su vocación pictórica. Su suegro, el pintor Guiscardo Améndola, casado con la hermana del pintor Julio Verdié, lo estimuló a pintar. No necesitó mucho tiempo para acceder a un lenguaje personal y en 1973 hace su primera muestra individual en Montevideo: sus cuadros, colgados en la Biblioteca Nacional, aún en despareja selección, produjeron el entusiasmo de un crítico al ver en sus restallantes colores ráfagas de un encuentro fortuito de Figari con Van Gogh. Durante el período de la dictadura militar hace varias exposiciones unipersonales, que pasan inadvertidas por la situación opresiva en que se vive, el desmantelamiento de los cuadros culturales y luego, ya en democracia restaurada, en Galería Ciudadela, para confirmar que su obra se sitúa como un adelantado de la tendencia bad-painting o neoexpresionismo, esa pintura aparentemente mal hecha o “mala pintura” que surgió en la década del ochenta en Alemania e Italia. La energía y soltura de la pincelada devora la superficie de la tela o el cartón con una libertad insólita hasta destruir la propia figuración en que se fundamentaba, llamó la atención de varios coleccionistas que llegaron a acumular hasta un centenar de cuadros. Los desgarramientos de la composición, la estructura laberíntica que implica la lectura de sus trabajos correspondía a los laberintos del hombre y su mundo que esos cuadros convocaban dando lugar finalmente a una poderosa armonía visual que se construye y deconstruye a cada mirada del receptor. En muchos casos, su paleta quedaba dependiente de las entonaciones bajas torresgarcianas y un vuelo romántico, confesional y doliente, se infiltra en la trama de cada tela. Pero también irrumpían, en otros y luminosos casos, el poder alucinatorio de crepitantes imágenes, explosiones de energía física y sensualidad contenidas, como pocos pintores uruguayos lo han hecho, incluso las generaciones surgidas en la década del ochenta y puede superar, por la falta de retórica, a J.L. Invernizzi, su contemporáneo cercano a su estética. Los museos nacionales lo ignoran todavía y tampoco los investigadores se han detenido para estudiarlo. Pero, como algunos de sus colegas que irrumpieron durante los años de plomo, sigue siendo un olvidado. No lo será por mucho tiempo y hasta que se escriba la historia no oficial del arte uruguayo. N.D.M. *